Aramayo y los intangibles, el amigo de todos

Primero por la izquierda en su segunda temporada en Pucela
Con lo que quedó de un jamón de los jueves
A la izquierda y de pie, con el equipo de la temporada 80/81 en el viejo Zorrilla

José Anselmo Moreno

Si hay alguien admirado, un mito que traspasa generaciones, un amigo de todos… ese es José Antonio Aramayo, una parte del escudo del Real Valladolid. “El Pibe”, como se le conoce cariñosamente, estuvo 34 años en el club y siempre fue un punto de cohesión entre los diversos estamentos.

Además de masajista, jugó dos temporadas como portero en el primer equipo. Siempre tan discreto pero tan importante. Cuidando a los futbolistas para que llegaran al partido en las mejores condiciones posibles físicamente, aunque su papel trascendía todo eso y entraba en lo afectivo. Su camilla ha sido en ocasiones como el diván del psicólogo.


En esos 34 años fue un padre, un amigo, un confidente y el elemento vertebrador del vestuario. El que veía pasar generación tras generación, ascensos y descensos, entrenadores, estrellas refulgentes y futbolistas que se quedaron en menos de lo que apuntaban. El elemento común en más de tres décadas siempre fue él, alguien fundamental aunque no metiera goles.


Su jubilación dejó un vacío inevitable pero él seguía yendo los jueves a cortar el jamón. Un ritual con una carga emblemática que seguramente ganó algún partido. Aramayo formaba parte de los intangibles. Unos iban y otros venían pero ahí dentro, en el camarín que decía Cantatore, el Real Valladolid era él. Charlar con Aramayo es uno de esos placeres que depara el fútbol al cabo de los años. En esas cenas que cada año en Navidad propicia el programa de televisión La Jornada, él es uno más. Bueno, no exactamente. Él es un libro abierto, un catálogo de historias interminable, y si en los últimos días has tenido alguna molestia muscular o te has dado un golpe él te dice exactamente lo que te pasa solo con verte caminar. Un sabio, en definitiva. Y seguramente es tan sabio porque te escucha con una atención que conmueve. Cuántas cosas habrá escuchado y se habrá callado, simplemente porque al club de su vida no le convenía que trascendieran.

Para un jugador que necesitaba cariño porque no metía goles ahí estaba Aramayo o para contar un chiste o para hacer percusión con cualquier cosa que se pudiera golpear con cierto ritmo. Era capaz de hacer sonar música con unas tijeras y una caja de vendas. Era no, aún lo es. Sus piernas ya no son las mismas pero sus manos sí.

“En el barco que nos trajo a un amigo y a mí a España en un viaje de 19 días empezó todo; había un conjunto musical y allí comencé a tocar la batería, toqué con ellos algún tiempo para conseguir algo de dinero mientras buscaba equipo”. La vida nunca fue fácil para él y así lo cuenta durante esta conversación en la Casa Vasca, lugar de cenas destinadas a zanjar crisis. “Si las paredes hablaran…”

Un vasco con acento argentino

Nació en Ondarroa (Vizcaya) y de muy pequeño emigró a Argentina con sus padres, en plena postguerra. Regresó a España, a la aventura, y comenzó a ganarse la vida de camarero, con la música y con el fútbol. Como portero, al Real Valladolid llegó desde el Mirandés para defender la portería blanquivioleta. Ocho años después, ya retirado, volvió a Pucela como masajista y ahí fue cuando se convirtió en leyenda.


Él dice que nunca pensó que su vida fuera como fue. “Mis padres emigraron para Argentina en el año 1948, yo tenía cuatro años, me crié en el Centro Vasco de La Plata, donde residí veinte años, allí trabajé duro y también me dediqué a jugar de portero en Estudiantes, Deportivo La Plata, jugando con la selección de la Capital de la Provincia de Buenos Aires, y en el Atenas”.


Regresó a España con 23 años e hizo la mili en Vitoria, allí fichó por el Alavés. Luego jugó en el Mirandés cedido por el equipo vitoriano. A raíz de dos buenos partidos en los que se enfrentó con el Alavés al Real Valladolid los técnicos vallisoletanos se fijaron en él para disputarle la titularidad a Llacer y a Benjamín.

Almería y Rayo Vallecano fueron sus destinos tras dejar Valladolid, adonde más tarde volvió ya como masajista. Se dedicó a ello por casualidad pues estaba madurando la posibilidad de volver a Argentina. Su último año en el Almería algunos compañeros iban a darse masajes a Sevilla y él empezó a dárselos como una especie de autodidacta. Más tarde se formó e hizo varios cursos de masaje deportivo en Madrid. Empezó en el Deportivo de La Coruña de Luis Suárez, primero a prueba y allí se quedó dos temporadas. Ramón Martínez lo captó para el Valladolid en el verano del 79.


Como portero cuenta una anécdota buenísima y que viene al pelo, ahora que la norma es estricta con el adelantamiento de los guardametas. Héctor Martín, entonces entrenador del Valladolid le dijo: “el día que haya un penalti, cuando el contrario tome carrera, adelántese usted también para ponerle nervioso”, en aquella época lo permitía el reglamento. Así lo hizo en un partido jugado en Mallorca y entonces casi se juntó con el lanzador cerca del punto de penalti. El jugador era Pereda. “El árbitro nos mandó cada uno a nuestro sitio, yo me di la vuelta y en ese momento Pereda chutó y marcó”. El gol subió al marcador. Insólito.

De portero a masajista

Ya como masajista lo vivió casi todo en el Valladolid. Nada más llegar, el ascenso de la 79-80, la Copa de la Liga de 1984, descensos y victorias memorables ante los grandes o permanencias en último partido con el gol del cojo, como aquel de Jorge en Sevilla. Joseba Aramayo siempre ha estado ahí, con un consejo a tiempo, una mano amiga, una mueca de esas de quitar hierro a las cosas.


Su homenaje en el centro del terreno de juego de Zorrilla fue inolvidable. En aquellos días previos a un partido contra el Numancia estaban en España su hermana Beatriz y su hermano Iñaki, que vivían en Argentina, y compartieron la magia de aquel momento con El Pibe, con ex jugadores y con una afición que se rompió las manos aplaudiendo. Su figura trasciende al fútbol porque también ha sido masajista del equipo de balonmano en un tiempo en el que no había dinero para pagar a nadie. También ayudaba, y ayuda, en la Casa Vasca en Valladolid. Allí se han vivido momentos que han cerrado muchas heridas y muchas crisis de resultados. Aramayo ya no está pero siempre está. No resulta tan fácil de explicar. Sobre todo a los nuevos.


Dice que ante los jugadores solamente se enfadó una vez en esos 33 años. Recuerda entre risas que en una ocasión compró un reloj “muy bonito” para la pared del vestuario y que alguien instó al delantero mexicano Cuauhtémoc Blanco a romperlo de un balonazo. “Acertó a la primera y el pájaro salió corriendo, pero ya le perdoné”, relata El Pibe con un gesto serio a la vez que sujetando la carcajada. Algo muy suyo.

Igual que nadie le adiestró nunca para tocar la batería, empezó a hacerlo intuitivamente y acabó tocando con profesionales, nadie le enseñó a “entrar” a la gente pero es un genio en eso. Hay jugadores como Ramón, Baraja y muchos más que le idolatran por sus charlas en la habitación previas a un partido. Les contaba calamidades que había pasado, llegando a España sin nada, trabajando de cualquier cosa y probando hasta en seis clubes distintos (sus agentes pedían mucho y no fichaba). En esas conversaciones enseñaba a los jóvenes a valorar lo que tenían y a ser positivos. Impagables lecciones de vida.

Junto a José Ángel Iribar
En su etapa de guardameta
Con Maturana y Moré
Al fondo, en la salida al campo, con el tudelano Miguel en primer plano
En la actualidad, antes de esta entrevista, en la Casa Vasca en Valladolid

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