Hierro, la perla cayó en su primera final

Hierro, durante la final de la Copa del Rey de 1989 ante Sanchís y Solana
En su primera temporada en Valladolid

José Anselmo Moreno.

Después ganó muchos, pero perdió el primer título a su alcance, y fue con el Real Valladolid. Era un jugador forjado en hierro. Fernando Ruiz Hierro era «la perla» llegada del sur, un futbolista ganador que, sin embargo, se despidió con una derrota cruel. Jugó su último partido con el Pucela en la recordada final de la Copa del 89 y de aquella generación fue el que atesoró después el mayor bagaje deportivo de cualquier futbolista que haya vestido de blanquivioleta. Su agradecimiento a Vicente Cantatore, el descubridor de su talento, fue siempre inmenso. Durante años, jamás se olvidaba de su cumpleaños o del de su esposa, día en que nunca faltaba un ramo de flores. El chileno le dijo en su estreno: «Si lo haces mal es culpa mía, pero como lo vas a hacer bien yo voy a dormir bien tranquilo. Haz tú lo mismo». Para su debut, también ayudó la lesión de Miguel Ángel Portugal en la primera carrera que dio sobre la playa de Suances, durante esa pretemporada. Cantatore se había encaprichado del centrocampista burgalés durante un partido en el que habían ido a ver al guardameta Lozano pero dijo que él quería al de la melena, aunque ya pasaba de la treintena. Su ojo clínico y su personalidad hacían que se tomara en consideración cualquiera de sus sugerencias.

El técnico no solo era entrenador grande, también un gran psicólogo. Trataba a cada uno según su propio carácter. A Benjamín, por ejemplo, le decía: ‘la prensa te da mucha bola y yo no te pongo, ellos tienen razón, eres bueno, así que pelea contra mi…». El día que volvió a jugar marcó dos goles y le dedicó el primero. Cantatore ponía o quitaba presión en función de la cabeza de cada uno. Psicología en vena.


Hierro acababa de llegar, necesitaba confianza y dio con el entrenador ideal. El jugador de Vélez-Málaga sigue viniendo por Valladolid porque, como tantos otros llegados de fuera, se casó aquí con una chica de raíces tudelanas (Sonia), la prensa del corazón se ocupa ahora de su supuesto divorcio pero eso ni importa, ni afecta lo más mínimo a su legado o su trayectoria en Valladolid.
Sin duda Hierro era el mejor jugador de aquel equipo de la final de la 88/89 y, además, se medía ese día al que iba a ser su futuro club, que acabó pagando un suplemento por su traspaso al ser convocado el jugador malagueño para el Mundial de Italia 90. Ese partido copero Hierro «rascó», y mucho, a quienes iban a ser sus compañeros. En una noche para sudar (antes de que se inventaran las olas de calor) el malagueño se dejó hasta la última gota de esfuerzo. Su partido, visto ahora con la perspectiva del tiempo, fue soberbio. Hasta tuvo la última opción para hacer el empate con un disparo brutal desde fuera del área.


Sabido es que Fernando Ruiz Hierro (Hierro III) llegó a prueba al Valladolid recomendado por su hermano Manolo, con quien vivió el primer año en el piso que ambos compartían en García Morato. Empezó con el Promesas y no trajo ni botas… El utilero del filial (Jero) tuvo que dejarle unas. Y es que el menor de los Ruiz Hierro había germinado ya talludito en campos modestos de tierra, de hecho antes de venir estaba jugando al fútbol en Tercera División a la vez que ayudaba a su tío en un taller. Cuando Cantatore vio sus cualidades le dijo que si trabajaba físicamente en tres años sería internacional y… así fue. El preparador físico del chileno, Lucho Saavedra, trabajó con él mañana y tarde los primeros meses porque Hierro era flacucho y, de hecho, comenzó jugando en la banda derecha. Pudo ser jugador del Atlético de Madrid después de que el entonces presidente del Real Valladolid, Miguel Ángel Pérez Herrán, llegara a un acuerdo con su homólogo Jesús Gil, pero sin conocimiento del jugador ni de su representante y la operación, finalmente, se rompió.

Para la historia de las anécdotas queda, sin duda, la conversación entre Manolo Hierro y Vicente Cantatore tras el primer entrenamiento del recién llegado con el primer equipo:

¿Qué le ha parecido mi hermano?

El muchacho es mejor que tú, Manolo?

Hablo en serio, mister.

Y yo también… (fin)

Hablar del Hierro jugador (como entrenador también debutó en Zorrilla, con el Oviedo) es la excusa perfecta para refrescar aquella extraordinaria temporada de la final de Copa, recuerdo lejano pero de algún modo reciente, ya que se han cumplido hace unos meses 30 años y el club evocó aquella gesta.
Habría muchas historias que contar de esa final, pero pongamos el foco en el entrenador y en unos pocos jugadores. Caso curioso es el de Alberto López Moreno, que no jugó el partido decisivo y aún lo tiene «clavado» porque participó en todo el torneo, igual que Patri, ambos estuvieron ese día en el banquillo. Alberto siempre estuvo muy agradecido a Cantatore, pero el hoy médico del club nunca entendió que no jugara ni un minuto de aquella final. Por fortuna, el tiempo borra las pequeñas frustraciones. En el corto plazo se tiende a pensar que es futbolista insignificante aquel que no juega, el que no sale en las fotos, pero la historia va colocando sus piezas y hoy, tal vez, sea el momento de incidir en que Pucela vivió aquel partido gracias a Alberto, sus goles y su trabajo.

En este contexto, el del trabajo, la historia de Luis Minguela también merece un apartado diferente. Con Mauro Ravnic era el más veterano del equipo, llevaba mucho tiempo en el club y aquel partido fue su última oportunidad de hacer algo grande en el fútbol. Minguela era el del trabajo sucio y el limpio a la vez, el que se llevaba las tarjetas de los demás, el que hacía la falta táctica o quien mantuvo la cabeza fría (esa misma temporada) para separar a sus compañeros el día que Díaz Vega pitó un insólito penalti de Mauro Ravnic sobre Butragueño y el equipo entero se quería comer al árbitro.
El capitán siempre lamentó profundamente aquella derrota en la final de Copa «por injusta». Minguela se hartó a robar balones ese día a Schuster, Míchel, Martín Vázquez… y, sin saberlo, se estaba empezando a poner la camiseta de la selección, pese a su veteranía y a su rodilla mala, un lastre que le hizo retirarse prematuramente en 1992.
También protagonista destacado de aquel partido fue el malogrado Manolo Peña, quien hizo un trabajo de desgaste y movilidad notables poniendo siempre un sello fulgurante a sus acciones aunque, tal vez, con el único debe de la puntería. Peña gozó de las mejores oportunidades junto a Janko Jankovic.

EL TAPADO DE AQUEL EQUIPO

Sin embargo, el gran tapado de ese histórico equipo, en el que Hierro llamaba la atención más que nadie, era el defensa Gonzalo Arguiñano, importante también en aquella Copa al transformar el penalti decisivo en los cuartos de final en Cádiz. Eso dio paso a la inolvidable y polémica semifinal contra el Deportivo, casi tan recordada como la gran final.
A tal punto Gonzalo era importante que Cantatore cambió la formación la temporada anterior a cinco defensas para dar entrada al zaguero vizcaíno porque, a su juicio, era muy técnico. Me lo reconoció el chileno en una comida privada en 1997 destinada a preparar el libro «Entrenadores, un poder inestable». Cuando terminamos le dije: «Míster, lo que más me ha llamado la atención han sido sus constantes elogios a Gonzalo» y respondió: «Es que nos daba la vida al sacar el balón, pese a ser algo desgarbado tenía mucha calidad porque la calidad es sobre todo no perder balones, él no los perdía y además tenía carácter».

En efecto, los jugadores con carácter para Cantatore eran vitales. Lo fueron Minguela y Gonzalo en su segunda etapa en Pucela o Álvaro Gutiérrez en la tercera. Todos eran la prolongación en el campo del chileno y en el caso de Gutiérrez, además, el guardián de Víctor porque en ocasiones decía a los defensas rivales: «al bajito ni me lo toquen». Siempre hubo en sus equipos un jugador así, la explicación que daba es que hay cosas que «solo se pueden cambiar desde dentro».
Algo no muy conocido es que Cantatore daba plena libertad en ataque y jamás ensayaba la estrategia hasta que se fue con Gail al Sporting de Lisboa. Como mucho, se quedaban Fonseca o el propio Hierro después de los entrenamientos a ensayar disparos lejanos pero nada de jugadas preparadas. Aquel año de la final de Copa, Cantatore se reía maliciosamente cuando escuchaba que las prolongaciones de Gonzalo en los corners estaban planificadas porque no era así.
Sin embargo, en el último córner de aquella final se puede escuchar a Cantatore decir al periodista de televisión que estaba junto al banquillo: «Ahora toca Gonzalo de cabeza y empatamos». Por desgracia no fue así, ya que el Valladolid lo mereció y estuvo cerca de lograrlo, aunque no tenía la presión de ganar o incluso parecía haberse «colado» en esa final.
Y es que el guión de aquel partido fue justo al revés de como estaba previsto. Tal vez, porque hay misterios en el fútbol muy difíciles de explicar, sobre todo en las finales. No se sabe el porqué equipos destinados a estar en el sótano de la liga o jugadores modestos se levantan en armas y dan su mejor versión ante los grandes. Así sucedió en aquella final de 1989, con el matiz de que ese Valladolid, que inició la temporada bajo el objetivo de la salvación, se vino pronto arriba y el éxito de la Copa se veía venir por palabras quasi premonitorias de los tres futbolistas de la imagen que acompaña esta historia.
Con Hierro imperial atrás, aquella final fue un choque trepidante de los de Cantatore, acometedores sin pausa desde el gol inicial de Gordillo «con la espinilla», como siempre dice Minguela. El Valladolid puso más fútbol en la balanza y lo puso durante más tiempo pero a veces, todo varía según el lugar desde el que se mire y los madridistas resumieron aquello como un partido pragmático, en el que se ganó con lo justo y no se precisó hacer más.

Para Pucela fue un hito. El Real Valladolid ya había jugado una final de Copa en 1950 pero, como pasaba con las primeras copas de Europa del Madrid, aquella fue en blanco y negro y la de 1989 fue a todo color. De colores hablamos si recordamos que ese día se estrenó una camiseta violeta con una banda blanca que los supersticiosos no quieren ni ver, pero aquel equipo tampoco se abrazaba demasiado a la suerte, ya estaba tocado por una especie de varita mágica. Tenía algo especial. Además de la magia de un Cantatore que simplificaba el fútbol y que, para ello, no necesitaba ni de trucos ni chistera había futbolistas con cierta estrella. Además de los ya citados, había otros que no dejaron tanta huella, como Albesa o Branko Miljus. El croata estuvo muy poco tiempo en Pucela y solamente marcó un gol, pero fue el número mil del Real Valladolid en Primera. Miljus era más centrocampista que lateral defensivo y por su lado se coló Rafa Gordillo para marcar el gol que sentenció aquel partido a los seis minutos.

LA PREMONICIÓN

Ese encuentro, o uno parecido, estaba en la cabeza de los jugadores desde mucho antes. Concretamente, la posibilidad de opositar a ganar la Copa de esa temporada salió en una entrevista conjunta a Moya, Hierro y Gonzalo. Los tres vivían juntos y parodiando la película francesa «Tres solteros y un biberón» los reuní con el título del reportaje en la cabeza: «Tres solteros y un balón». Se trataba de hablar de su vida al margen del fútbol y de cómo se organizaban en casa. «Fernando (por Hierro) como mejor nos ayuda es no haciendo nada», bromeaba Gabi Moya en aquella conversación, al tiempo que decía: «Lo suyo es el balón y nada más, algún día ganará títulos».

Así fue con el tiempo, Hierro levantó varias copas, pero evaluando las posibilidades que el propio Valladolid tenía de ganar un gran título los tres apuntaron al de Copa, y no tardando. «La Liga nunca la ganaremos, pero este año vamos a por la Copa y Fernandito meterá el gol decisivo», volvió a incidir Moya entre la broma y el desafío. Nada paraba a aquellos jugadores a quienes Cantatore hacía creer los mejores y… después estaba el espíritu de El Portón, el restaurante donde se reunían y dónde era fácil ver a media plantilla por las tardes, como una gran familia.

Allí transcurrió parte de esa entrevista a finales de octubre del 88, con el presagio de Gabi Moya incluido. Y, por cierto, cuando a falta de cinco minutos para terminar la final, Hierro cogió un balón fuera del área, se giró y disparó con violencia al larguero, aquellas palabras premonitorias de Moya parecían cosa de brujería. Ese golpeo rotundo y «envenenado» fue la última ocasión antes de que Sánchez Arminio pitara el final. Y con el final, la decepción.


Solo tres años después, el club empezó su trashumancia entre Primera y Segunda, pero ese partido abrochó la «década prodigiosa», entera en la élite. El término le gusta mucho a Ramón Martínez, no solo porque sea el único decenio de la historia en que el Valladolid estuvo todas las temporadas en Primera sino porque, según dice, fue cuando más disfrutó de su trabajo. «Poca gente ha valorado lo que se consiguió esa década», subraya Martínez.

Es por ello que recordar este partido o el que hace 35 años otorgó la Copa de la Liga es de justicia. Las gestas que se cantan en el himno del Valladolid están en estos partidos. Recordarlas, de algún modo, es como marcar el gol del empate que nunca llegó aquel 30 de junio de 1989. Es como «empujar» el disparo de Hierro cinco centímetros más abajo y que sus lamentos en primer plano ese día en televisión se tornaran en alegría. La perla del sur, aquel jugador de época, consiguió varios títulos después pero el Real Valladolid ya no volvió nunca a estar ni cerca de una copa. Aquel equipo y su «perla» la merecían.

Hierro, con Moya y Gonzalo, en la entrevista aludida en el texto.
Su primera foto con la camiseta del Pucela
De izquierda a derecha: Moreno, López, Minguela, Fernando Hierro, Manolo Hierro, Fenoy, Endika, Torrecilla, Rubén Bilbao, Peña y Onésimo.
Selección Sub 21, con Fernando Hierro y Alberto, en 1988

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